Freya apartó la vista de la batalla.
Aunque el conflicto se encontraba en uno de sus momentos más álgidos, con la recién llegada familia Loki dispersándose por los distintos frentes para frenar a los invasores, ella no tenía interés en verlos combatir. Debía admitir, sin embargo, que aquel día había sido quizás el más emocionante desde que descendió al mundo mortal. Incluso algunos dioses temerarios, pese al peligro latente —y al hecho de que varios ya habían sido devueltos al cielo tras recibir heridas irreparables en sus cuerpos terrenales—, habían optado por permanecer en la superficie solo para disfrutar de la guerra.
Parecían ilusionados, con los ojos inyectados en sangre y sonrisas estúpidas, se perdían entre los cadáveres esparcidos por el campo, ansiosos por presenciar el desenlace.
Dioses repulsivos, ocultos tras falsas máscaras de superioridad y bondad. En situaciones como esta, cualquiera con un mínimo de sentido común podría ver que esos "dioses" no estaban ni remotamente interesados en los lazos que habían formado en este mundo. Probablemente, ni siquiera les importaba el destino del mundo inferior; mientras les resultara entretenido, dejarían arder la ciudad sin remordimiento y entregarían a sus propios "hijos" al matadero.
Aun así, ella no era mejor que ellos. Su sonrisa de porcelana no se desvaneció ni por un instante. Sin que los demás dioses lo notaran, había filtrado una pista minúscula de su divinidad, lo justo para dispersar su consciencia por buena parte de la ciudad.
Un acto como aquel, en contra de las normas divinas, causaría una gran conmoción si llegaba a ser descubierto. Pero Freya no pudo evitar seguir los pasos del alma pura de la que se había enamorado. Aliviada de verlo luchar contra los monstruos, se perdió en la inmaculada existencia de aquel ser, al punto de casi olvidar todo lo demás. A regañadientes, se obligó a apartarlo de sus pensamientos.
Había llegado al campamento médico improvisado en la retaguardia. La cantidad de heridos era tal que contarlos resultaba una pérdida de tiempo. Por cada doctor o sanador, debía haber decenas de soldados tendidos en camillas o sobre el suelo.
Las botellas de cristal vacías cubrían el piso, secas, sin una sola gota de poción que pudiera ser suministrada. Algunos sanadores estaban tan pálidos que parecían al borde de perder el alma; otros, incluso, habían caído en coma, víctimas de una enfermedad que surgía tras forzar sus reservas de mente más allá del límite.
Aun así, muchas miradas se posaron sobre ella, cargadas de admiración y lujuria. Su bendición —o maldición— como diosa del amor la volvía irresistible para cualquier mortal o dios. Bastaba una palabra suya para desencadenar guerras entre fanáticos religiosos en su nombre.
Al llegar a una tienda de campaña improvisada, Freya apartó la tela de la entrada y se adentró en su interior.
"Parecía estar en peor condición de lo que pensé", murmuró.
Heith se sobresaltó al oírla, interrumpiendo su canto. Frente a ambas, el cuerpo herido de Ottar tembló levemente al reconocer la voz de su diosa.
"Estuvo al borde de la muerte cuando lo trajeron", dijo Heith mientras destapaba el corcho de un par de pociones. Vertió una de ellas sobre los vendajes de Ottar y la otra la bebió sin titubear.
Su mente estaba prácticamente agotada. Si no fuera porque era el capitán de su familia quien yacía en tal estado, hacía tiempo que habría tomado un descanso para recuperar algo de resistencia antes de continuar con los tratamientos.
"Confirmé con Armid que sus heridas no están malditas, pero es difícil cerrarlas con magia."
Se llevó la mano a la sien, intentando calmar el creciente dolor de cabeza, antes de continuar.
"Su condición se estabilizó, pero a este ritmo, sus heridas abiertas volverán a sangrar si no continúo curándolo."
"Puedes dejarnos unos minutos a solas. Tómate un descanso."
Heith se detuvo en seco. Acababa de decir que, si no seguía canalizando su magia curativa, Ottar podría caer en una situación crítica. Aun así, tras dedicarle una mirada profunda a su diosa, solo pudo asentir. Se levantó, sacudió el polvo de su ropa y se alejó, cerrando la tienda al salir.
Freya se tomó su tiempo. Con cuidado, pasó la mano por las heridas de Ottar.
Pudo sentir cómo la vitalidad de su hijo luchaba contra una extraña energía encarnada en sus heridas. Por momentos, parecía mantenerse firme, pero en otros se veía superada, retrocediendo poco a poco. A ese ritmo, moriría incluso bajo tratamiento mágico; como mucho, solo lograrían retrasar lo inevitable mientras esa energía no fuera dispersada.
Freya, sabiendo que solo había una forma a su alcance para lograrlo, esbozó una sonrisa y susurró "Ha llegado la hora... ¿Estás preparado?"
Incluso en la inconsciencia, Ottar escuchó la voz de su diosa y asintió a sus palabras.
Girando su enorme cuerpo, Freya retiró las vendas que cubrían la espalda de su hijo y, sin mayor contemplación, mordió la punta de su dedo, dejando caer una gota de sangre divina sobre ella.
El escudo familiar se formó al instante en su espalda, revelando la falna que había estado sellada.
Una sola gota de su sangre, cargada con una pizca de arcanum, fue más que suficiente. Al sumergirse en su cuerpo, la energía nociva chocó de frente con ese poder divino, pero ante la esencia de un dios, se desvaneció de forma natural, sin dejar el más mínimo rastro de su existencia.
Con el problema urgente resuelto, Freya soltó un suspiro de alivio. Tocó la falna y, al sumergir su conciencia en ella, pudo ver la enorme cantidad de Excelia acumulada; logros grandes y menores que se habían reunido durante años, preparándose para su ascenso.
Ottar, quien hacía mucho tiempo había alcanzado casi la perfección dentro de su nivel, podría haber ascendido y roto sus cadenas para convertirse en un aventurero de nivel 8. Sin embargo, se había negado, prometiéndole a su diosa alcanzar la perfección máxima posible antes de dar ese paso.
Lo que él no sabía era que, durante el último año, obedeciendo sus órdenes y entrenando entre bastidores al próximo héroe de Orario, había acumulado suficientes logros —mayores y menores— como para alcanzar esa perfección tan preciada.
Como un río, todas esas vivencias se conectaron con su falna, vertiéndose en su estado, el cual se disparó sin freno hasta que todas sus estadísticas alcanzaron los 999, el límite del potencial mortal.
Con una sonrisa brillante, el arcanum de Freya se vertió en la falna, obligando al estado de su hijo a moverse una vez más. Sin posibilidad de aumentar más, las estadísticas comenzaron a caer en picada, volviendo a cero. El número sobre su falna empezó a menguar y deformarse; sus habilidades se reescribieron y evolucionaron.
Después de tantos años, el mundo volvía a presenciar el nacimiento de un aventurero de nivel 8.
Mientras esto sucedía, Freya se preparaba para retirar su conciencia cuando notó algo que no debería estar allí.
Oculto en lo más profundo del cuerpo de su hijo, una gran concentración de energía temblaba y latía como si respondiera a un llamado. Pero a diferencia de la Excelia, esta energía era totalmente ajena a lo conocido... o eso pensó, hasta que descubrió con horror de qué se trataba.
Era poder extraído de los monstruos invasores. Pero a diferencia de la Excelia, que relataba logros, esta fuerza era más bruta, primitiva, casi salvaje.
Fragmentos de almas se habían limpiado y aglomerado en el interior de su hijo, formando una burbuja que parecía esperar el momento de estallar.
Freya no pudo comprenderlo. No sabía cómo, ni por qué, las almas de aquellos monstruos habían terminado allí.
El sentido común indicaba que el alma de todo ser mortal debía ascender al cielo, donde sería purificada por los dioses de la muerte antes de reencarnar. Incluso en la mazmorra, las almas de los monstruos seguían ese mismo ciclo de renacimiento instaurado por la Gran Madre.
Las almas en el mundo eran entidades irremplazables e inmutables. Si una de ellas llegaba a ser aniquilada, se dispersaba para siempre y nunca más podía renacer, desequilibrando la realidad. Cada vez que Nasca su reencarnación destinada emergiera sin un alma, nacería vacía, un simple cascarón sin vida.
Esto no podía ser obra de un dios.
Ni siquiera el más loco entre ellos se atrevería a incurrir en un tabú como ese.
Llena de asco, liberó su poder divino sin restricciones, envolviendo la amalgama de almas con la intención de extirparlas y permitir que regresaran al cielo.
Pero en el instante en que su arcanum hizo contacto, su visión se desvaneció.
........
Bell retiró su cuchillo de la cabeza del monstruo.
Sus manos temblaban, pero apretó los dientes y se obligó a calmarse. Respiró profundamente antes de exhalar.
Alzó la mirada al cielo, buscando serenidad, pero le resultó mucho más difícil de lo que había imaginado.
Habían llegado tarde.
Aunque hicieron todo lo posible por derrotar rápidamente a los monstruos con los que se enfrentaban... nuevamente, habían llegado tarde.
Una docena de aventureros yacían muertos en el suelo.
Bell no los conocía de primera mano, pero recordaba sus rostros. Estaba seguro de haberlos visto caminando por las calles, bebiendo en la Anfitriona de la Fertilidad, riendo llenos de emoción.
"Creía que ya me había acostumbrado a la muerte", susurró para sus adentros.
En el pasado había visto morir a personas con las que convivía. Era algo natural. Desde el momento en que pones un pie en la masmorra, es incierto si lograrás salir de ella.
Pero esto era distinto. Ellos no estaban en la masmorra.
Su mirada se posó en los cuerpos. No eran aventureros experimentados. Eran apenas algo más que civiles que habían recibido una falna, y aun así, aquí estaban... defendiendo Orario hasta la muerte.
"¿Estás bien? Debemos continuar", dijo Ryuu, acercándose y posando una mano en su espalda.
Bell cerró los ojos y, tragando el coraje que le oprimía el pecho, asintió. No podía perderse en sus sentimientos... no aún. No hasta que todo hubiese terminado.
Crack.
El sonido de una fractura estalló cerca de ellos.
Desconcertados, todos los presentes volvieron la mirada hacia la gran formación de hielo en la entrada de la ciudad.
La estructura crujía, formando grietas por toda su superficie, las cuales comenzaron a expandirse lentamente.
Una enorme presencia empezó a filtrarse desde su interior.
Con un último estallido, el constructo mágico terminó de quebrarse, revelando una gran sombra en su interior.
Bell apretó con fuerza el mango de su cuchillo.
"¡El Goliath negro!" gritó Tsubaki, siendo la primera en reaccionar.
De inmediato, cortó un enorme trozo de hielo que había sido disparado en su dirección. La espada mágica que empuñaba tembló al impactar, como si estuviera a punto de romperse. Incapaz de partirlo en dos, apenas logró desviarlo lo suficiente para evitar ser golpeada de lleno.
Ese hielo, resultado de una de las magias definitivas de Riveria —quien recientemente había ascendido de nivel—, poseía una dureza tal que incluso para un aventurero de nivel siete sería casi imposible de romper. Mucho más para ella, que apenas se encontraba en la parte alta del nivel cuatro.
Aun así, ese monstruo lo había logrado. Y eso solo podía significar una cosa: para su desgracia, aquella criatura se había vuelto mucho más fuerte que cuando escapó de la masmorra.
"Debería haberte matado cuando tuve la oportunidad", escupió, activando la magia en sus espadas. No podían guardarse nada si querían enfrentarlo.
Sería un desastre dejarlo escapar.
Su pequeño equipo tendría que detener a un jefe de piso que había crecido hasta alcanzar el nivel 8.
...