Una tarde tibia, entre los árboles húmedos que abrazaban el río, una criatura de colores imposibles se posó en la rama más baja. Tenía el cuerpo suave y terroso de un ave del bosque, pero sus plumas brillaban como el reflejo del agua al amanecer: azules profundos, blancos nítidos, y castaños ardientes.
Me observó. Sin miedo.
—¿Quieres venir? —le pregunté, extendiendo el brazo.
El toquí arlequín descendió con una gracia que no era de este mundo. Se posó en mi brazo como si siempre hubiera estado allí. Sentí el peso leve de su cuerpo, cálido y palpitante, como si llevara un pedazo del bosque dentro del pecho.
Lo cuidé. Le di de comer, lo escuché cantar en sueños, y juntos compartimos dos días de silencio lleno de significado. Éramos compañía sin palabras.
Pero entonces, algo cambió. Sus alas, antes mansas, se agitaron inquietas. Su canto se volvió agudo, desordenado, como si algo lo hubiese perturbado desde dentro. El bosque parecía demasiado pequeño para contenerlo.
Con un nudo dulce en el pecho, lo llevé a la orilla del río.
—Vuela —le susurré.
Y lo hizo.
El bosque volvió a quedarse en calma. Pero días después, al mirar por la ventana, lo vi. Estaba allí, entre las sombras del atardecer, observándome. No se acercó. Solo me miró. Como si supiera que ya no necesitábamos tocarnos para entendernos.
Nunca supe si regresó del todo o si se volvió parte del bosque. Pero desde entonces, cuando el viento mueve las ramas del sauce, creo oír su canto.
Shei.p