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Cartas de amor para la Guerra

TheoMSM
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Synopsis
En la Alemania de los años 30 y principios de los 40, un joven Theodor Wolf crece imbuido por la omnipresente propaganda nazi y el fervor de las Juventudes Hitlerianas. Procedente de una familia de clase media alta en Pueblo Libre, con padres amables y tres hermanas, Theodor, el único hijo varón, sueña con la gloria militar. Influenciado por sus amigos y un equivocado idealismo, ve la guerra como la oportunidad perfecta para "resaltar" y convertirse en un héroe, escribiendo en su mente una "carta de amor" a la promesa de la gloria marcial. Su mundo de adolescente, sin embargo, también incluye la luz de Elisabeth Herrmann, su amiga de la infancia de clase alta, de quien se enamora y que representa un futuro de paz y amor lejos del "mundo feo" que ya empieza a intuir.
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Chapter 1 - La Visión Rota

El olor a tierra removida y a algo metálico y dulce, nauseabundo, se pegaba a la parte trasera de su garganta. El bosque, hace apenas unos minutos un remolino ensordecedor de disparos y gritos, ahora guardaba un silencio roto solo por quejidos lejanos y el crujido ocasional de una rama rota. Theodor, pegado al suelo frío y húmedo, con el corazón latiendo salvajemente contra sus costillas, parpadeó. Y entonces, a pesar de la penumbra creciente entre los árboles rotos, ella apareció.

No el barro, no los uniformes desgarrados, no las figuras inmóviles tendidas cerca. En su mente, tan real que casi podía tocarla, estaba Elisabeth. La luz suave de un atardecer tranquilo se filtraba por una ventana invisible. Sus ojos, profundos pozos de miel, reflejaban la calidez de un hogar lejano y un futuro robado. En ellos, Theodor veía no solo amor, sino una obstinada esperanza, la promesa de una vida arrancada a este mundo feo. Su Elisabeth, su Schatz, su pequeño tesoro, como la llamaba en sus cartas, incluso ahora.

Y su voz, un susurro que apenas rompía el silencio de la visión: "Quiero tener muchos hijos contigo, Theodor. Muchos.

Y que toda esta guerra termine. Solo quiero que nos vayamos lejos, a un campo tranquilo, y desaparezcamos de este mundo feo."

La imagen era una promesa, una caricia contra el horror presente, una vida tan palpable como la tierra bajo sus uñas. Su sonrisa, una fugaz ráfaga de sol, le quemaba los ojos llenos de barro.

Una explosión lo sacudió como un puño gigante, arrancándolo de ese refugio. El trueno le reventó los tímpanos, y un torrente de tierra, astillas y algo tibio y viscoso le golpeó la cara. La imagen de Elisabeth, desvaneciéndose como humo, se fragmentó en mil pedazos.

El infierno regresó con toda su furia. Un grito, quizás el suyo, se ahogó en el estruendo. A su alrededor, la masacre. El bosque, un campo de cuerpos mutilados y figuras retorciéndose en agonía. El aire, denso con el olor a pólvora quemada y sangre. Los gritos de sus compañeros, antes llenos de la bravuconería de la Juventud Hitleriana, ahora convertidos en lamentos de terror. A lo lejos, el rugido implacable de los tanques soviéticos acercándose.

Sintió algo cálido y pegajoso resbalar por su frente. Alzó una mano temblorosa y la retiró, manchada de un rojo oscuro y brillante. La oscuridad, ya no solo entre los árboles, sino dentro de él, extendiéndose como una mancha de tinta. El peso de lo que había hecho, lo que había visto, lo que era ahora, aplastándolo como el suelo sobre el que yacía.

Me pregunto, pensó, con una calma aterradora, si cuando Dios me juzgue, si es que existe uno, va a contar todas las cosas buenas que hice... o solo las malas.

Un muchacho de diecinueve años, sepultado bajo el peso de una guerra que nunca entendió.

El olor a madera recién cortada y la risa cristalina de Elisabeth lo envolvieron como una manta cálida. La luz, esta vez dorada y tranquila, no la de las llamas de un cañón, se filtraba por las ventanas de su casa en Pueblo Libre. Recordaba el tacto suave de la mano de su madre mientras lo peinaba, preparándolo para su primer día en la Volksschule. Su padre, el Herr Wolf, un hombre alto y de voz grave, pero con ojos llenos de una amabilidad paciente, le ajustaba la pequeña mochila.

"Recuerda, Theodor", le decía, con una sonrisa gentil, "aprende todo lo que puedas. La sabiduría es la mejor arma que puedes tener."

La ironía de esas palabras lo golpeó ahora, con la misma fuerza de la explosión en el bosque. ¿De qué le había servido la "sabiduría" en medio de esa carnicería?

Sus hermanas... Hilda, la mayor, con su melena rubia siempre impecable, soñando con ser modista. Gisela, la mediana, inquieta y vivaz, cantando las canciones de la Liga de Muchachas Alemanas con una convicción que ahora le parecía absurda. Y la pequeña Renate, sus coletas rubias saltando mientras le pedía que le contara historias de caballeros y dragones.

Recordaba las tardes jugando con Elisabeth en los jardines de su casa. Su cabello castaño, más oscuro que el de sus hermanas, brillaba al sol mientras corrían entre los rosales. Sus ojos, entonces llenos de la despreocupación de la infancia, reflejaban el mismo cielo azul sobre Pueblo Libre. Ella, su Liesel, incluso entonces, llenaba su mundo con una luz que ahora se había apagado.

Pero incluso esa luz, esa calidez, estaba teñida por las sombras que se extendían desde Berlín. Las esvásticas ondeaban en las plazas, las canciones marciales resonaban en las calles, los discursos inflamados de Hitler en la radio. Incluso en la seguridad de su hogar de clase media alta, el mundo se estaba transformando.

Y luego estaban sus amigos. Karl-Heinz, robusto y de voz fuerte, siempre el primero en lanzarse a las peleas en la HJ (Juventudes Hitlerianasudes). Günther, con su eterna sonrisa burlona, recitando las líneas de "Mi Lucha" como si fueran poemas. Y Franz, el más callado de todos, pero con una intensidad en los ojos cuando hablaban de la gloria en el frente.

Eran ellos, más que nadie, quienes habían sembrado en él la semilla de esa ambición estúpida. Susurros de honor, de camaradería, de la gloria que les esperaba si se unían al ejército. Promesas vacías que resonaban en los campamentos de la HJ, mientras marchaban con paso firme y cantaban canciones sobre soldados valientes.

Seremos héroes, decían, con la arrogancia de la juventud y la ignorancia. Seremos recordados.

Y él, Theodor Wolf, con su joven corazón lleno de la propaganda que lo rodeaba, había creído esas mentiras. Había querido ser un héroe. Había anhelado el reconocimiento, la admiración, el brillo de una medalla en su pecho. Había querido escapar de la normalidad de su vida en Pueblo Libre y ser algo más, algo grandioso.

Ahora, tendido en ese bosque infernal, con la sangre de sus compañeros empapando su uniforme, sabía la verdad. No había gloria. No había honor. Solo horror, muerte y la pregunta punzante que lo carcomía por dentro.

¿Qué contarían los libros de historia, si es que quedaba alguno para escribirlos?

¿El número de enemigos que había matado?

¿Las condecoraciones que nunca había buscado?

¿O contarían el miedo en sus ojos, la sangre en sus manos, la pérdida de todo lo que había amado?

Y, lo más importante... ¿Contaría Dios todo eso, también?