Cuando Isolde terminó de bañarse, tomé mi turno. El agua caliente disipó el frío que se había instalado en mis huesos, pero solo por un momento. Después de vestirme con un frock oscuro con bordados dorados y acomodar el pequeño sombrero sobre mi cabeza, me aseguré de envolverme en una bufanda antes de salir de la habitación. Isolde ya estaba lista, con un vestido a juego y una chaqueta encima, su propia bufanda ajustada con esmero. Probablemente intentaba resguardarse del frío exterior, aunque dudaba que fuera suficiente.
Nos observamos en el espejo. Dos figuras vestidas de negro, preparadas para enfrentar la noche invernal.
Cuando salimos, la lluvia nos recibió con su cadencia monótona, fina y persistente. La posibilidad de nieve flotaba en el aire, palpable como el frío que mordía la piel expuesta.
Desde el primer paso en la calle, la magnitud de la celebración se hizo evidente. Cada casa, burdel, taberna y posada estaba adornada con luces resplandecientes y guirnaldas festivas. La decoración navideña se esparcía como una fiebre sobre la ciudad, imponiendo su presencia en cada rincón.
En el parque central, el epicentro del festival, la música flotaba en el aire. Voces entonaban cánticos, instrumentos de cuerda y viento se entremezclaban en una sinfonía caótica, y entre todo ello, se distinguía una melodía circense.
—Hace demasiado frío… —se quejó Isolde, frotándose las manos con insistencia.
—Por eso te dije que trajeras tus guantes —repliqué sin mirarla.
—Jaja… Perdón, no creí que el frío sería tan extremo.
Suspiré.
—Será mejor que pasemos a comprarte unos, o tus manos terminarán completamente congeladas.
Con esa conversación, nos dirigimos hacia el corazón del festival.
Banderines de colores ondeaban en el viento, carpas de circo se alzaban como catedrales entre la multitud, y la gente, vestida con atuendos de la época, se paseaba con una energía febril. Gaviotas y cuervos surcaban el cielo nocturno, sus alas recortándose contra la luz de los faroles.
Caminé entre la multitud, con madre e Isolde siguiéndome de cerca. Un niño pasó corriendo a mi lado con un molinete de papel en la mano, su risa infantil elevándose por encima del bullicio. Más adelante, un grupo de músicos arrancaba melodías vibrantes con violines y acordeones, insuflando vida al festival.
Cada calle rebosaba de atracciones: tragafuegos que moldeaban criaturas efímeras en llamas, ilusionistas que hacían desaparecer relojes de bolsillo con una sonrisa burlona, bailarinas de faldas de encaje que giraban en espirales perfectas.
No pude evitar sonreír.
Había algo casi irreal en el ambiente, una atmósfera de magia latente. Las luces de las carpas titilaban como estrellas atrapadas en la tierra, prometiendo espectáculos inigualables. Un acróbata saltó desde un trapecio sin red, el grito de la multitud quedó suspendido en el aire justo antes de que girara en el vacío y aterrizara con una elegancia imposible. A su lado, un domador hizo restallar su látigo. El león que lo observaba no parecía particularmente impresionado.
—¡Lucy, mira! ¡Es un bufón!
Giré hacia Isolde, que señalaba con entusiasmo un puesto de tiro al blanco. Pequeñas figuras de latón giraban sin patrón fijo en la diana, y el participante actual acababa de fallar su tiro, hundiendo los hombros en decepción.
El bufón encargado del puesto llevaba un traje colorido de rombos y un sombrero de arlequín. Su sonrisa era afilada, su postura relajada.
—¿Suerte o habilidad? —preguntó con voz carismática, inclinándose levemente hacia Isolde mientras extendía dos dardos en su mano enguantada.
Con qué quiere ponerla a prueba, ¿eh?
—¡Mamá! ¡Mamá! ¿Puedo intentarlo?
Su entusiasmo era palpable. Sus ojos brillaban con esa emoción infantil difícil de contener, y por un instante, no fue la Isolde de todos los días, sino una niña completamente fascinada por la feria.
Madre río entre dientes y se dirigió al bufón.
—¿Cuánto cuesta el intento?
Yo solo observé. No tenía intención de participar.
Llamémoslo un acto de ahorro para madre… o, siendo honesto, una simple evitación de la humillación. Mi puntería era, en el mejor de los casos, desastrosa.
—Dos florines por el intento.
Sorprendentemente barato. Bueno, considerando que eran solo dos tiros, tenía sentido.
Madre pagó y el bufón entregó los dardos a Isolde, que subió a un pequeño banquito para alinear mejor su tiro. Su expresión se tornó seria, sus dedos se aferraron al dardo, su respiración se acompasó con la lluvia.
Cuando consideró que estaba en la posición correcta, tomó impulso y…
Lanzó.
—No deberías estar tan decepcionada por haber fallado dos tiros, Issy.
Bueno, más que decepcionada, parece estar indignada.
—¡Hmph! No es justo. Estoy completamente segura de que lancé bien los dardos. —Se cruzó de brazos, frunciendo el ceño con una terquedad casi entrañable.
Sonreí.
—Lo lograrás la próxima vez, ya verás.
Intenté animarla, aunque, siendo honesto, mis palabras carecían de convicción.
Porque, seamos realistas: ¿cuántas veces has ganado en un puesto de tiro al blanco que claramente está diseñado para hacerte perder? Exacto, ninguna.
Estos juegos están amañados. Solo alguien con una precisión sobrehumana o el descaro de usar magia podría acertar. Y en ese caso, lo más probable es que el puesto entero terminara en ruinas, víctima de la frustración de algún lunático con exceso de poder.
Pero, dejando eso de lado…
—¿Papá no debería estar cerca? —pregunté.
Se suponía que nos encontraríamos con él cerca de la rueda de la fortuna. Y, efectivamente, ahí estábamos, esperando.
—Qué raro…
Y entonces lo vi.
Su figura imponente destacaba entre la multitud, acompañado de alguien más. Su capa casi rozaba el suelo, y los bordados brillaban con reflejos dorados bajo la luz de las lámparas de aceite. Padre, como siempre, caminaba con una elegancia imperturbable, una sombrilla en mano, proyectando esa presencia que parecía tallada en mármol.
Vaya. ¿Siempre ha tenido ese aire tan majestuoso?
Un poco vergonzoso admitirlo, pero sí, su aura es impresionante.
Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, Isolde lo vio.
—¡Papá! —gritó, lanzándose hacia él.
No me quedé atrás.
Corrí junto a ella, decidido a rebasarla. El agua chapoteaba bajo nuestros pasos, empapando los dobladillos de nuestras ropas, pero era un detalle menor. Demasiado insignificante como para preocuparnos.
Saltamos al mismo tiempo, aferrándonos a padre.
Él rió, aceptando nuestro abrazo sin resistencia.
—¡Lucius, Isolde! ¿Cómo han estado? Maldición, miren sus trajes. Están empapados.
Isolde pegó su rostro al de padre, frotándose contra él con un gesto cariñoso.
A pesar de que ya habían pasado ocho años desde mi nacimiento, mis padres seguían viéndose absurdamente jóvenes. Supongo que la magia curativa molecular tiene sus ventajas.
—Hola, querido —saludó madre, sonriendo.
Padre se inclinó para besarla. Yo, con el instinto de supervivencia bien desarrollado, cubrí los ojos de Isolde antes de que tuviera que presenciar una escena tan vergonzosa.
—Su majestad, sean dados mis respetos —dijo madre, cambiando su tono a uno más formal.
—No hace falta. Recuerda que en los días festivos solo soy un civil más, sin autoridad alguna.
¿Su majestad?
Ah.
Así que él es el monarca.
Eso explica muchas cosas. Su porte, su presencia, la forma en que incluso a la distancia parecía dominar el espacio a su alrededor.
Y, por supuesto, ese cabello oscuro y esos ojos rojos no ayudaban a que su imagen fuera menos intimidante.
—Entonces ellos deben ser Lucius y Equidna —dijo el monarca, observándonos con una mirada calculadora.
"Equidna".
Isolde tiene un segundo nombre que rara vez usamos. Al igual que yo.
Mi segundo nombre es "Van", pero prefiero no recordarlo.
—¿Equidna? Querido, te dije que la llamaremos por su primer nombre —regañó madre a padre con una dulzura afilada.
—Ah… Jaja, perdón, lo olvidé —respondió él, aceptando el regaño con naturalidad.
¿En serio?
Recordó el segundo nombre de Isolde, pero olvidó el mío.
Suena más a una excusa para defenderse de madre que a un simple descuido.
Pero lo dejaré pasar.
Por ahora.